La primera vez que Carmen Montero subió a algo equipado con motor, asientos, cuatro ruedas, fue para recorrer las seis horas que separan la localidad de Gaona, Salta, de la localidad de El Galpón, Salta, y escapar así de una madrastra que la molía a golpes. Si ahora, cincuenta años después de aquellos tiempos, Carmen Montero sale de la casa donde vive, toma el 59 y recorre sin problemas la media hora que la separa del refugio del barrio porteño de Barracas donde cuida a más de veinte perros abandonados, aquella vez, en Salta, creyó que se moría. Tenía once años, no conocía más medio de transporte que una mula, había pasado la noche oculta en un corral de caballos y tenía el olor de la bosta metido en el estómago. Pero no fue eso lo que la hizo vomitar.
-Yo nunca había viajado en colectivo. Me agarró un vómito que creí que me moría. Era porque sabía que me iba para no volver.
Y ése fue sólo el primero de los pasos que Carmen Montero dio en una vida que la llevaría, para siempre, lejos de casa.
Es así: todos los días, desde 2002, Carmen Montero hierve carcasa de pollo con menudos, arroz, carne picada. Después separa los huesos de la carne, agrega dos tazas de alimento balanceado, carga todo en un par de cacerolas y las cacerolas, en un par de bolsos. Cruza la 9 de Julio, llega a Tacuarí, toma el 59, baja en la avenida Suárez al 3000 y llega hasta un terreno que pertenece al ferrocarril donde hace algunos años levantó un enorme canil: allí viven veinte perros que responden a nombres como Angela, Bicho, Chiquito, Flaco, y que son la rémora de un desalojo municipal que, en 2001, sacó a cientos de personas de un predio ubicado en la avenida Garay y 24 de Noviembre. El terreno donde viven los perros, en Barracas, es estatal y, según manda el ONAB (Organismo Nacional de Administración de Bienes), debería ser desalojado en breve. La casa donde vive Carmen, en Monserrat, es ajena, y ella permanece allí sólo porque trabaja de casera: sabe que alguna vez tendrá que irse.
Pero nada de eso es nuevo para esta mujer que pertenece a la estirpe de los que nunca tuvieron nada que puedan llamar suyo, ningún lugar que puedan llamar casa.
Lo primero que se escucha al tocar el timbre en la casa de Monserrat es el ladrido de los perros. Después se verá que son nueve, prenunciados por gigantescas bolsas de alimento bordeando una escalera de mármol que se eleva como un chorro de huesos sucios hasta el centro de este caserón que alguna vez tuvo vitrales y pisos de pino tea, y que ahora es una sucesión de paredes desconchadas, pisos corroídos por el ácido de los orines, habitaciones que son corral de perros.
-¡Chiquito! ¡Basta!
Un galgo flaco obedece y se echa a los pies de Carmen. A sus espaldas hay un cuarto donde vive un cuzco. A metros, el baño sin luz, sin agua caliente. En esta habitación, que hace de living, hay cinco muebles: una mesa, dos sillas, un aparador en el que se apoya un equipo de música Sharp sucio y antiguo, una repisa con fotos de nietos, hijos, perros.
-Acá tengo nueve perros. En Barracas tengo unos veinte, pero llegué a tener sesenta y pico. Ahora estoy cansada, pero uno tomó la responsabilidad y la tiene que asumir.
Todo empezó cuando, en 1998, vio por televisión a un grupo de personas protestando en las puertas del Instituto Pasteur, donde, según decían, se realizaban matanzas de animales.
-Me quise morir. Me fui para allá. Ahí conocí a un matrimonio; nos dimos los teléfonos. Un día me llama el hombre y me dice que en tal lado hay muchos perros para castrar. Fui al Pasteur y me dijeron bueno, averiguá y te damos los turnos.
Y así fue como un día de 2001 Carmen apareció en el predio de la avenida Garay y 24 de Noviembre, que pertenecía a la Secretaría de Educación de la Ciudad desde 1998, y que estaba tomado desde hacía tiempo.
-La municipalidad iba a desalojar el lugar, porque había borrachos, drogadictos, cartoneros, alcohólicos, todo.
Todo, dice, como si en esa lista diera, de verdad, lo mismo todo. Sea como fuere, ese día entró, buscó a los perros, organizó los turnos. El móvil del Pasteur fue cinco veces, pero ella volvió a cuidar cachorros, a desparasitar.
-Dos o tres meses después llegó el desalojo. Los vinieron a buscar con trafics , pero la gente no se quiso llevar a los perros.
Ese día ella estaba ahí, viendo cómo los empleados del gobierno se llevaban niños y muebles, madres y hermanos, padres y bicicletas. Entonces pensó que tenía que hacer algo por tamaña injusticia: que tenía luchar por esos perros que nadie se llevaba.
-Agarré el portón y le até un alambre para que no salieran. Empecé a ir todos los días para llevarles comida.
Pasaron meses. Un día descubrió que le faltaban ocho perros y, siguiendo su rastro, llegó hasta Barracas. Allí encontró a los ocho, pero encontró, también, yuyos, cielo abierto.
-Dije ay, qué lindo. Fui a ver al señor que cuidaba y le digo: "Mire, los autos me están matando los perros, los quiero sacar de ahí como sea". Y me dice: "Venga por acá". Me muestra un lugar y dije sí, acá sí.
Carmen regresó con uno de sus hijos. Desbrozó, sacó escombros, clavó maderas, puso chapas, armó caniles, llevó a sus perros. Nadie sabe si en alguno de todos esos días recordó su propio desalojo: cuando, en 1976, la dejaron en la calle porque el dueño de la pieza donde vivía decidió quintuplicar el alquiler, ella estaba decidida a no pagarlo y terminó durmiendo en unas escaleras. En esos años Carmen no tenía perros, sino cuatro hijos -Néstor David, Jorge Daniel, Norma Beatriz y Carmen Rosa, entre los 13 y los 7 años- y tres trabajos para mantenerlos: de seis a doce, en una empresa constructora; de doce y media a siete y media, en el Ministerio de Agricultura, y por la madrugada, limpieza de oficinas hasta que saliera el sol.
-¿En Salta tuvo una vida más tranquila?
-En Salta sufrí más.
Carmen Rogelia Montero, se ha dicho, nació en Gaona, departamento de Anta, provincia de Salta. Nació en pleno campo, nació el día de San Roque, nació en una finca pequeña donde su padre, Trinidad Montero, y sus dos hermanas -Rosa, Petrona- trabajaban -como ella- cosechando maíz, garbanzo, arroz. Un día Guillermina González, su madre, se puso a hacer empanadillas dulces.
-Yo era chiquita y quería comer empanadillas. Pero mi mamá se sintió mal y se fue a la cama. La busco, la veo en la cama y le tiraba de los brazos para que me dé la empanadilla. Y mi mamá ya estaba muerta. No me dejaron que la vea cuando la velaron. Lo único que vi fueron las velas, el catre donde fue velada, los pedazos de tacos de los zapatos de mi mamá. El taco le cortaron porque dicen en el campo que el alma de ella puede volver, y para que no haga ruido.
Las hermanas mayores se fueron pronto de la casa, y el padre llevó a una mujer para que lo ayudara con la comida, la niña chica.
-La mujer se terminó quedando con el papá. Era mala. Me pegaba mucho.
Carmen tiene, todavía, la cicatriz de cuando su madrastra le hundió en la cabeza una mazorca durante un día de golpes suaves. A los once, cansada de los puños, le pidió a su hermana Rosa que la llevara con ella.
-Mi hermana me vino a robar a la una de la mañana. Por la ventana salí. Los perros nos quisieron comer crudas. Me escondieron en un corral de caballos, porque mi papá me fue a buscar. Y yo llorando porque sabía que me iba y no iba a volver más. De madrugada me llevaron al colectivo que me dejaba en la estación de tren de El Galpón, un pueblito de por ahí, donde me iba a ir a buscar mi hermana. Yo nunca había viajado en colectivo. Me agarró un vómito que creí que me moría. Era porque sabía que me iba para no volver.
Carmen llegó a la estación de trenes donde, en efecto, la esperaban su hermana y el marido. Viajaron hasta Rosario de la Frontera. Después, todavía, treinta kilómetros más hasta un sitio donde se cosechaba tabaco. Esa noche, mientras dormía en un galpón con los cosecheros, Carmen sintió que unas manos le trepaban por las piernas.
-Era el hermano del marido de mi hermana. Lo eché, pero me quedé asustada. Un día fuimos con mi hermana a La Merced, un lugar cerca de Salta, a un almacén y la mujer dice: "Qué linda nena. ¿No quiere dejarla acá para que le ayude a mi sobrina?" Y me quedé, porque me daba miedo que me volviera a agarrar el hermano de mi cuñado.
Carmen tiene jubilación y gana trescientos pesos como casera. Para alimentar a los perros usa, por día, tres kilos de arroz a dos con cuarenta el kilo. Para viajar hasta el refugio de Barracas gasta, por jornada, cuatro pesos con veinte en colectivos. Recorre, cada noche, restaurantes de la calle Alsina revolviendo basura en busca de carcasas. A veces, por cosas como ésas, se pelea con los cartoneros. Regresa a casa, siempre, cuando amanece.
En La Merced, el mundo de Carmen era una línea más o menos recta: del mostrador del almacén donde trabajaba al banco de la puerta del almacén donde trabajaba, con aterrizaje intermedio en el cuarto donde vivía. Un día dispuso, en su pequeña habitación de servidumbre, un tanto así de chocolate blanco, una lata de duraznos al natural, las golosinas. Estaba en eso cuando se abrió la puerta y era Castillo, el hombre de la casa. Calzoncillos largos. "Qué hacés, nena", le dijo.
-Empiezo a gritar: "¡No me toque!". Se fue y yo tranqué la puerta. Le conté a la sobrina de la señora, y me dijo: "No le contés a mi tía porque no te va a creer".
Pero, aunque Castillo no volvió a hacer nada, el destino de Carmen se puso reiterativo.
-Un día vino un hombre al almacén y dijo: "Qué linda chica, ¿no querés ser mi cuñadita?". Después vinieron mis cuñadas, que todavía no eran mis cuñadas, y se hicieron amigas. Un día me invitaron a un partido de fútbol donde jugaba mi marido, que todavía no era mi marido.
Y fue ahí, en esa cancha de fútbol de La Merced, donde Néstor Nicolás Alfaro la vio por primera vez y se acercó a saludarla. Esa misma semana empezó a ir al almacén, a sentarse con ella en el banco de la calle. Pero a Carmen Montero, Néstor Nicolás Alfaro no le gustaba nada. Nada.
Uno de todos los nietos de Carmen tiene ahora 25 años y es, además, su ahijado.
-Me duele mucho ese nieto. Porque salió...
Hace un gesto de desprecio con la boca, otro gesto confuso con la mano.
-... del sexo.
-¿Homosexual?
-Sí. Un chico tan lindo. Cuando nos enteramos a mí me vino como un ataque. Gritaba. Me fui a Salta, donde vive, a buscarlo. Me mostraron la pieza. Llena de ropa de mujer. Le dije: "Te vine a buscar para hacerte un tratamiento, para curarte. ¿Vas a ir?". Me dijo: "Sí, porque yo te quiero, abuela". Lo traje, lo llevé al Ramos Mejía, al Hospital de Clínicas. En un lugar me dijo la médica: "No, señora, él eligió esto, usted tiene que comprender". Lo tuve acá tres años. Lo vestía de varón, lo hacía trabajar en albañilería. Estaba contenta, lo había enderezado bastante. Pero un día se fue. ¿Será que uno nace, que no se puede curar?
Lo primero que Néstor Nicolás Alfaro hizo por la fuerza fue besarla.
-Me llevó a la plaza, me torció las muñecas y me besó.
Poco después, insistió en acompañarla hasta el almacén. Y entonces, en la plaza principal de La Merced, en plena noche:
-Usó de mí.
Carmen no volvió a casa de los Castillo ese día, ni el siguiente. Néstor Nicolás Alfaro la llevó a la suya y en vano resultó que, cuando le preguntaron si daba su autorización para casarla, su padre, Trinidad, dijera no, no doy. La casaron bajo testigos con ese hombre al que no quería, que ni siquiera le gustaba.
-Pero si yo ya conocía al hombre, me tenía que casar.
Ella tenía quince. El primer hijo llegó a sus diecisiete, cuando limpiaba y cocinaba para catorce en esa familia que no era la suya. Un día quiso escaparse y fue a la plaza, a tomar el ómnibus llevándose el bebé, pero su marido la vio y corrió a atajarla. La llevó de regreso a rodillazos, la encerró. Poco después, Carmen quedó embarazada de su segundo hijo. Se fueron a vivir a San Pedro de Jujuy, donde ella consiguió trabajo como cocinera y Néstor como inspector municipal. Vivían, sin pagar alquiler, en la casita de un aserradero.
Para poder recibir donaciones Carmen fundó la Asociación Pro Mascotas Abandonadas. Sus donantes son una empleada bancaria que le da doscientos cincuenta pesos por mes, una mujer que organizó una feria americana a beneficio, otra que vive en Turdera y que organizó una rifa. Carmen esperaba reunir más dinero para comprar alambres, mejorar los caniles. Pero, en enero, la ONAB le avisó que no puede hacer eso, que tiene que irse. Ahora, dice, lo que más necesita es un terreno.
Durante mucho tiempo, Néstor Nicolás Alfaro le explicó a su mujer que la razón por la cual él no regresaba a su casa durante largos períodos -tres semanas- era que estaba investigando casos de cuatrerismo. Carmen, que le creía, quedó embarazada otra vez.
-Cuando lo volví a ver la nena tenía cinco meses. Después me quedé embarazada de la segunda y me enteré que andaba con una paraguaya. Un día se presentó a las nueve de la noche. Y en eso llega la paraguaya. Se pusieron en lucha, salieron a la vereda y ahí cerré la puerta. Desde entonces, nunca más. El se fue y nos empezamos a morir de hambre.
Pasó el tiempo y un día llegó a esa casa de muertos de hambre el padre de Néstor Nicolás, suegro de Carmen. Le dijo hija, le dijo acá te traje dulce de cayota, unos pancitos, le dijo hacé unos mates, le dijo por qué no los vestís a los changos y me los llevo a la ciudad de Salta, que tengo que hacer compras. Carmen dijo bueno. Vistió a los dos varones, peinó los pelos duros, les dijo chau, se van con el abuelo. Y no los volvió a ver durante cuatro años.
-Había sido que mi suegro los venía a llevar. Tuve que poner abogados, luchar para recuperar a mis hijos. En esa época una mujer no tenía derechos, así que al final me los robé.
Pero primero Carmen se fue a Buenos Aires. Una mujer le ofreció trabajo en la Capital -empleada, cama adentro- y ella pensó que podría ganar dinero y recuperar a sus dos hijos. Dejó a las nenas con una cuñada con la que se llevaba bien, y bajó a la ciudad.
-El trabajo en la casa de esa mujer era una esclavitud. Estuve un mes, y me fui. Hasta encontrar una pieza tuve que dormir en la estación de Retiro.
Trabajó en fábricas de cortinas, en comercios. Finalmente, cuando los chicos tuvieron doce y diez, logró viajar a Salta, traérselos a Buenos Aires. Vivieron en Uriburu y Arenales -de donde los desalojaron-, en avenida Belgrano y San José. Carmen acumuló tres trabajos y, si alguna vez estuvo cerca de tener algo que pudiera llamar suyo, un lugar que pudiera llamar casa, fue entonces, fue en esos años.
-Era un ingeniero civil de la constructora donde yo trabajaba, en un piso 17. Se enamoró de mí. Alto, ojos celestes como el mar.
El iba y venía de Bahía Blanca a Buenos Aires. Paseaban, viajaban por el país. Carmen ahorraba para una casa propia. Pero duró poco. Duró hasta 1985.
-Nos íbamos a ir de vacaciones el 4 de enero. La última vez que lo vi él cerró la puerta y escuché el ascensor cuando bajó. No vino el 4 de enero. Yo enojada. Ocho días después llamo por teléfono a Bahía Blanca. Me dicen: "Ay, señora, usted no se enteró. El ingeniero falleció, un infarto violento". Yo no lloraba. No podía respirar.
Se fue del piso 17 sin llevarse nada. Se mudó a la casa donde vive ahora, empezó a hacer las veces de casera. Dos años después, en 1987, el banco donde guardaba sus ahorros quebró y Carmen perdió todo. Y, así, volvió a su estado natural. A no tener.
Desde hace un mes, y cada sábado, un grupo de voluntarios amontonados por Facebook (a raíz de un volante que Carmen repartió en Palermo durante la feria americana) la ayuda a cortar uñas, le llevan detergente, alimento. En el que alguna vez fue el cuarto de sus hijos vive ahora un salchicha negro y chueco. En la que fue alguna vez una terraza viven ahora dos cuzcos más. El cuarto y la terraza están llenos de pelos y bolsas de arena y mierda de perro. Hace un tiempo, para ganarse unos pesos, Carmen empezó a trabajar limpiando baños químicos en una empresa que los alquila para eventos. Cuando las Madres de Plaza de Mayo hacen un acto, o Catupecu Machu un recital, Carmen está allí. Para limpiar lo que es ajeno.
Después de aquella noche en el corral de los caballos, Carmen no volvió a ver a su padre hasta que tuvo diecinueve años. Ese día se presentó en Gaona sin aviso, y Trinidad Montero, que no la esperaba, se abrazó a ella -veinte minutos- y no dejó de llorar.
Desde entonces lo vio seguido: en todos los viajes que la llevaron a Salta, y fueron muchos. Hasta que, años atrás, hizo lo de siempre: caminó a campo traviesa, abrió la puerta de la que había sido su casa. Y allí estaban su madrastra, sus tres medios hermanos, almorzando. Pero su padre no.
-Me dicen: "Sentate". Le digo: "No, está bien; vine porque tenía sed de ver a mi hermana. El agua tomaba y no me calmaba esa sed". Le digo: "¿Y el papá? . "No -dice-, en julio pasado el papá aspiró". Y le digo: "¿Y por qué no me avisaron?". Y me dice: "Porque vivís tan lejos". Y dije: "Es mi padre; me tendrían que haber avisado".
Cerró de un portazo y se fue. A ver lo que quedaba del pedazo de tierra donde ella había dormido.
-Un pedazo de tierra dura; eso quedaba. Los años que yo viví ahí tenía mi árbol, el paraíso, un gajo del paraíso. Me trepaba, me hamacaba. Juntaba flores, hojas. Pero de todo eso no quedaba nada.
Y lo poco que quedaba no era de ella. Lo poco que quedaba era, una vez más, ajeno.
Por Leila Guerriero
revista@lanacion.com.ar
Cómo colaborar
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Avenida Suárez 3000
4381-8889
15-3314-8727
La tecnología también sirve para ayudar: un grupo de voluntarios se reúne desde hace un mes, a través de Facebook, para acercar ayuda y donaciones a Carmen.
Foto: Martín Lucesole
Video: http://www.youtube.com/watch?v=AQ6YZsG4XG4 (nota en canal 9 de Argentina)
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